Por Rodrigo Pérez Silva, Mayarí Castillo, Jazmine Calabrese y Pablo Osses
Sabemos desde hace un tiempo que los desastres no son naturales, sino que son producto de la interacción entre las sociedades humanas y la naturaleza. También sabemos que en Chile, como en el resto del mundo, los efectos de estos desastres socionaturales no se distribuyen de manera homogénea, sino que se concentran en la población pobre y vulnerable. Esto está relacionado con las herramientas de planificación territorial, el mercado del suelo y las políticas públicas de vivienda social, entre otros factores.
Tras las recientes inundaciones en el centro y sur es pertinente reevaluar qué se está realizando en esta materia. Si bien nuestro país cuenta con herramientas que norman la construcción de viviendas, como los planes reguladores, no se contemplan zonas de inundación o de riesgo más que como elementos indicativos. La evidencia también ha mostrado los límites que los planes reguladores tienen en el largo plazo, al ser herramientas de fácil modificación, permeables a presiones y que no plantean estrategias en ciclos largos de política pública. Esto ha implicado la construcción en zonas de riesgos de inundación o derrumbe, la desprotección del suelo agrícola o la ampliación de las zonas industriales en cortos periodos de tiempo.
Desde la década de los noventa, la política de vivienda social no ha incorporado criterios que permitan controlar la segregación espacial, privilegiando un bajo valor de suelo por sobre la integración de la vivienda social en las dinámicas urbanas. Esto ha provocado la concentración de población vulnerable en zonas de riesgo, dentro de los cuales, las inundaciones son de los más visibles, pero no son los únicos: las catástrofes socioambientales son cada vez más frecuentes y tienden a concentrar sus impactos en la población que tiene menos capacidad de resiliencia y adaptación. En concreto: quienes menos tienen, se ven más afectados y se demoran más en reconstruir sus territorios.
Volviendo a las inundaciones de la semana pasada, un mapeo de la información del Ministerio de Vivienda y Urbanismo sobre la localización de las viviendas sociales hasta 2018, muestra que un porcentaje no menor de ellas se encuentran emplazadas en zonas definidas, por los propios municipios, como de riesgo por inundación. Por ejemplo, están los casos de la Villa Puente Tapado en Palmilla (con más de un centenar de viviendas), y el Proyecto Habitacional Río Claro en Rengo (con alrededor de una cincuenta de viviendas), ambas en la Región de O’Higgins; y los múltiples conjuntos de viviendas sociales ubicados a lo largo del Estero El Carbón en Constitución, Región del Maule. En todas estas localidades, las viviendas fueron evacuadas o estuvieron en alto riesgo de serlo.
Somos un país particularmente expuesto a los efectos del cambio ambiental global, por lo que resulta urgente tomar medidas que reduzcan el riesgo de la población, pero a la vez pongan al centro la equidad en la planificación territorial, controlando la afectación de las comunidades más vulnerables. La incorporación de criterios de integración social para la localización de viviendas sociales, por sobre el valor del suelo, puede ser una medida sumamente beneficiosa en esta línea. También resulta crucial repensar los planes de regulación como estrategias de planificación a largo plazo, que incluyan ciclos largos de políticas públicas y un ajuste para que las zonas establecidas como riesgosas queden excluidas para el uso residencial bajo todo evento.
Toda la evidencia científica disponible indica que este tipo de eventos se repetirán con más frecuencia e intensidad, tanto a nivel global como en nuestro país. Planificar nuestro territorio para adaptarnos a estos eventos climáticos es el gran desafío de nuestro siglo.